Hoy, como todos los domingos, fuí con mi suegro y con mi compadre Juan a trabajar en los agaves.
Lástima que no haya cargado con cámara para tomar foto del paisaje que presenciamos: el rocío nocturno se combinó con las bajas temperaturas e hizo que los agaves tuvieran una fina capa de escarcha, la cual, al reflejarse con el sol y refractar el color del agave, daban la impresión de que las plantas de agave eran de plata. Daban un reflejo metálico grisáceo que sólamente he visto en la plata.
No cabe duda que Dios, en su grandeza, sabe hacer paisajes preciosos de una forma tan sencilla y tan de la nada, pero a la vez tan majestuosa.
Ni modo, el encanto se acabó cuando nos hicimos a la idea de que había que ponernos atrabajar. Nada es para siempre, ¿verdad?
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